El día en que el Museo del Prado casi no celebra más aniversarios

Transporte de un Tiziano bajo la atenta mirada de la policía sueca

Le hicieron atravesar una puerta que nunca antes había visto, pese a que podría recitar la disposición de las salas y la posición de los cuadros del Museo del Prado como la tabla del cinco. Goya, Velázquez, El Greco, Rafael, Ticiano, Tintoretto, Rubens… Enumeró para sí, como una vieja que repasa las cuentas de un rosario. De súbito, una linterna de minero iluminó la redondez de su rostro. «Es Alberti», dijo uno de los dos milicianos. «Y compañera», matizó apuntando a María Teresa León. De este modo, dos camaradas fueron revelándoseles en la oscuridad y, junto a ellos, Alberti y León descendieron unas escalinatas semejantes a las que llevan a las mazmorras de una fortaleza medieval…

Este episodio tuvo lugar una tarde novembrina de 1937. Ha venido a mi memoria con motivo del Bicentenario del Prado, que se celebrará el próximo lunes 19 de noviembre. Ya en verano de este año, llamó mi atención el último ensayo del historiador y novelista José Calvo Poyato, ‘El milagro del Prado’ (2018, Arzalia Ediciones), donde relataba con aires de tragicomedia la epopéyica empresa que «absurdamente» llevaron a término decenas de republicanos y anarquistas entre los que se encontraban Alberti y León: El salvamento de los cuadros del Museo del Prado, una aventura denostada por los detractores del poeta, a pesar de que gracias a este tipo de acontecimientos la pinacoteca nacional y los fondos de otros tantos museos españoles continúan cumpliendo aniversarios.

El gobierno de la República envió los cuadros al exilio el 10 de noviembre de 1936. El desalojo fue, como podemos imaginar, precario y desorganizado, pero la decisión se tomó en circunstancias que no dejaban tiempo a una deliberación pausada. Los cuadros, por otra parte, apenas sufrieron daños durante un periplo de miles de kilómetros –de Madrid a Valencia, de Valencia a Ginebra y de vuelta a Madrid el 9 de septiembre de 1939–. En cambio, el edificio que albergaba este museo corría el fundado riesgo de ser bombardeado por el ejército golpista. Sucedió seis días después. Tal día como hoy, ocho bombas alcanzaron al Prado. Le reventaron las ventanas, se desprendieron varias claraboyas y partieron un autorrelieve italiano.

Por tanto, su traslado no fue una decisión caprichosa. De hecho, numerosos episodios de características similares han tenido lugar en el resto de guerras del siglo XX. Suelen ser unos traslados propicios para la poesía: obras maestras envueltas en cartones y mantas, obreros sin cualificar, cuadros saltando por los aires a cada bache de carretera, deshaciéndose por el calor, por la humedad, moviéndose con nocturnidad de una a otra ciudad. Allá por los años sesenta obtuvo cierta fama una película con este argumento, ‘El tren’ (1964), en la que un espléndido Burt Lancaster combate el intrincado aparato burocrático creado desde 1940 por Adolf Hitler –pintor frustrado– para el expolio del arte en Francia.

Fotograma de la película 'El tren' (1964) con Burt Lancaster
Burt Lancaster en un fotograma de la película ‘El tren’ (1964)

En España, un joven Gabino Diego rescata un autorretrato de Goya de los cañoneos en ‘La hora de los valientes’ (1998) de Antonio Mercero. En 2004, se estrena el documental ‘Las cajas españolas’, que narra también el traslado de los tesoros artísticos para evitar su destrucción durante la contienda y aporta datos nuevos, por ejemplo, sobre cómo se embalaron 1.868 obituarios de madera en los que trepanaron unos orificios para que, en el caso de que les alcanzase la onda de una explosión, el aire perpetrara y no agrietase las traviesas. El historiador Arturo Colorado Castellary reconstruye el relato en ‘Éxodo y exilio del arte’, al igual que el documental, ‘Salvemos el Prado‘, de Alfonso Arteseros. Y ninguno desmerece aquella hazaña.

Noche de guerra en el Museo

Rafael Alberti, que fue pintor antes que poeta, escribe un artículo sobre su visita nocturna al Museo del Prado antes de su desmantelamiento. Agita la pluma con tanta pasión por los cuadros como por los camaradas que, aunque brutos y cerriles, se jugaron la vida por obras de arte que si quiera podían comprender. También María Teresa León, compañera del escritor gaditano en todas sus acepciones, invocará en sus memorias alguna que otra escena de esta aventura madrileña para salvar los cuadros de la pinacoteca.

Mientras que Alberti cierra el artículo (recreado en esta entradilla) con una chulería muy gitana («Yo, después de la evacuación de ‘Las Meninas’, no quise volver más al Museo del Prado«), la sinsombrero narra con más espontaneidad el hecho. Cómo, por ejemplo, su amado detuvo la mano de un soldado que se encendía un cigarrillo y al que regañó con un: «No, hombre; eso no». Porque León no necesita justificar los fallos de la operación que le fue encomendada. Ni justificar por qué los camiones partieron entre la niebla y el frío. En aquel momento, «se produjo un gran silencio […] Ni una luz, ni un reflejo. Poco a poco empezó la noche más larga de nuestra vida. Aparecieron los aviones y bombardearon no sé qué barrio». Día tras día, a partir de aquella madrugada.

Laura C. Liébana

Periodista. No me gusta mi segundo apellido. Mi vida se basa en establecer relaciones entre un Miró, un Chanel, una de Woody Allen y las peores series de Netflix. Twitter e IG: @lauracliebana

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