‘MUJERES’, DIARIO DE UN CASANOVA FEO, MALHUMORADO Y CONMOVEDOR

Charles nació Heinrich, Henry para sus padres, Hank para los amigos. Vivió lo que él relata como una infancia dura, con un padre que lo maltrataba, una madre que lo ignoraba y una cara llena de granos hasta la deformidad y el ostracismo. A los 20 años publicó su primer relato, pero, muy pronto, el propio proceso de publicación le decepcionó tanto que dejó de escribir. Fue de trabajo en trabajo basura, de motel  a motel inmundo, habitó los bares como templos y se enamoró de una ninfómana que murió de alcoholismo agudo. Así vivió hasta los 45 años. Entonces, el editor John Martin le ofreció un sueldo por dedicar las noches a aporrear la máquina de escribir -borracho siempre, con Brahms de fondo, con Mozart, con los Bee Gees– y en veintiún días dio a luz su primera novela. Apenas cinco años después, Heinrich-Henry-Hank se convirtió en Charles Bukowski, el escritor maldito que llenaba auditorios, el hombre hosco y feo que comenzó a recibir llamadas de lectoras de braguitas húmedas.

Este es el punto de partida de Mujeres, un diario ágil, infatigable e irónico de culos que van y vienen, de vomiteras, carreras de caballos y sexo descarnado con impúdicas muchachas. Una autobiografía novelada que, aparentemente, relata la incapacidad del malhumorado Bukowski (da igual que en el relato se haga llamar Henri Chinaski, es exactamente Bukowski) de mantenerla dentro de los pantalones. Pero sólo aparentemente. Porque, en realidad, este “viejo indecente” ama a cada una de las mujeres que se le cruzan. Siempre encuentra en ellas algo por lo que merece la pena detener el tiempo -unas piernas largas, una forma de mover los labios, una energía vibrante y singular, una cabellera pelirroja-. Las observa como se observaría a una diosa bajada a la Tierra, sin importar que sean señoronas o prostitutas. Las estudia con delectación e infantil asombro, con ternura inusitada, con insólita candidez. Puede ser tosco y parco a la hora de hablarles, y hasta mostrar modales ásperos en el trato, pero disecciona el alma de sus compañeras de cama de un modo formidable y casi aterrador. Porque Chinaski sigue siendo, muchas felaciones después, el adolescente miedoso, torpe y enamoradizo al que ninguna chica miraba en clase.

Y precisamente esta combinación de -atípico- casanova con la sinceridad más definitiva y abrumadora dotan a la prosa de Bukowski de un tono claramente identificable que no por pedestre, chabacana y explícitamente pornográfica deja de conmover de forma profunda. Así, en Mujeres se sucede el relato de una borrachera perpetua como se suceden la descripciones de cunnilingus, como se suceden las cartas de admiradoras que no paran de llegar, como se suceden los aviones con mujeres que le buscan con el sexo abierto a modo de ofrenda literaria. Y Henry sale de una para penetrar en otra, porque no puede decir que no a ninguna de ellas, porque el poder de lo femenino -el bamboleo de unos pechos, la redondez de las nalgas, o las meras muñecas, o simplemente la voz- le subyuga de modo casi demoníaco. Y él entiende, con pragmatismo y casi resignación, que cada par de piernas abiertas esconde un trozo de imantada magnetita del que le es imposible escapar.

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