MARRAKECH

Tradicionalmente, aquellos que viajaban a Marruecos lo hacían movidos por un espíritu auténticamente aventurero, ávidos de exotismo, dispuestos, cual Indiana Jones, a adentrarse en lo desconocido. Con este ánimo, y advertidos acerca de posibilidades tan peculiares e inquietantes como la de que alguien quisiera cambiar una esposa por camellos, los turistas atravesaban los exuberantes zocos con ojos boquiabiertos, admiraban los ropajes de la gente, asistían estupefactos a las ferias medievales y volvían a sus países con la sensación de que, por fin, habían estado en un lugar puro, en un país que parecía vivir en una dimensión ajena y desconocida. Que habían estado en un genuino parque temático en el que, por si fuera poco, el precio de la entrada resultaba irrisorio.

Sin embargo, mucho de eso ya ha cambiado. Sucede hoy en Marrakech que, más allá del hechizo al que forzosamente inducen los colores irrepetibles y el aire especiado, las sanguijuelas que se mezclan con la henna en el zoco y las oníricas chilabas, uno sospecha que lo que ve no puede ser la verdad, o no, al menos, toda la verdad. Que decenios de colonialismo y lustros de turismo brutal han tenido que corromper, por fuerza, las medinas, los puestos de comida, los hostales. Que lo que vemos no es quizá ya ni lo auténtico ni la aventura, sino puede que algo así como una pantomima de lo auténtico, una puesta en escena de otro tiempo, de aquello que algún día Marruecos fue y que hoy se nutre, para seguir siendo, de su propia leyenda.


Pero es sólo una sospecha. La otra mitad del viajero afirma que la cuestión no resulta tan rotunda. Si uno se dispone a ser un poco atento, si se concentra en sentir cómo pulsan las gentes el corazón de los tiempos, observará cómo la esencia de lo marroquí se ha conjugado de una forma pintoresca e incluso patéticamente bella con el occidentalismo más decadente. Claro que Marrakech ya no es la ciudad de Alí Babá, claro que ya nadie se traslada en camello. Pero no es menos cierto que viajan en los autobuses que la Junta de Andalucía jubila. Y sí, es verdad que en las ferias no hay sólo fakires, también existen norias y adrenalínicas atracciones. Pero las más modernas deben datar, como mucho, de los sesenta, y dan mucho más miedo que un hombre que duerme sobre clavos.

Entonces, no, Marrakech ya no es la ciudad imperial del tiempo detenido. Imposible serlo después de tal globalización. Si uno se para en los escaparates, donde se exhiben películas descargadas de internet sin pudor alguno, puede aún entristecerse porque el decorado no cumpla las expectativas del salvaje y exótico safari que esperaba. No importa. Los matices son hoy mucho más ricos: cruce el umbral de la puerta y deténgase ante las portadas imposibles de los discos verdaderamente árabes, que oscilan entre lo kitsch, lo absurdo, lo simplemente cutre y el más puro estilo Beyoncé. Porque esto también es Marruecos. Exótico y, en cierto modo, salvaje, pero ya de otra manera. De una manera que conjuga la atmósfera aladinesca de los gremios de artesanos -que construyen con sus manos cubos de madera, y zapatos, y lápidas y altares de brillantina- con orgullosos Mc Donald´s y Zaras. Combinando parques cibernéticos (sí, parques, con sus flores, y sus árboles, y sus puestos de internet) con tenderetes de comida en los que las moscas se aglutinan sobre la carne y las avispas parecen libar los almibarados dulces.

¿Y la mítica plaza Jamaa el Fna, atracción de esta ciudad por excelencia? ¿Sufre también de occidentalismo? Diríamos que aún no. El lugar, puerta de entrada del zoco, sigue siendo hogar de domadores de monos y (verdaderos) encantadores de serpientes por la mañana, para cada atardecer, y siguiendo un centenario ritual, convertirse en una especie de gigantesco restaurante lleno de zumos de naranja que saben a naranja, de sabrosísimos pinchitos, de bocadillos de huevo, patata y especias. Los habitantes del casco antiguo -y, por supuesto, los turistas- celebran entusiasmados esta transformación cada noche abarrotando las mesas y rodeando emocionados a aquellos que tocan música folclórica o recitan historias. O, sino, disfrutan por unos pocos dirhams de los rudimentarios juegos ambulantes, cuya práctica más popular consiste en agarrar botellas con una cuerda atada a un palo (todo un arte, aunque no lo parezca).

Pero volvamos a las mañanas. A las semi infernales mañanas de julio, con 48 grados a la sombra y el organismo haciendo verdaderos esfuerzos por cumplir con los procsos vitales más elementales. Pasear por el zoco entonces puede ser un tanto peligroso, al menos sino se lleva encima alguna botella de agua, pero perderse entre sus calles constituye una experiencia obligada para todo visitante. Para empezar, la marcha le ofrecerá la oportunidad no sólo de regatear, sino también de charlar con los lugareños, que son por lo común alegres, amistosos y profundamente amables. Cierto es, sin embargo, que no perderán la oportunidad de venderle cualquier cosa (en el más amplio sentido de la palabra) e incluso tratarán, si pueden, de endosarle algún producto por encima de su precio real. Pero no desespere: hable, escuche, deléitese con el intercambio cultural, deje las prisas no ya para otro momento, sino para otro país en el que el sol no ralentice la vida tan despiadadamente.

Por lo demás, Marrakech no es una ciudad de grandes monumentos, exceptuando quizá la mezquita Koutoubia, que fue una de las más importantes del mundo islámico allá por el siglo l. Pero en este punto de la lectura a lo mejor ha percibido que el encanto, o mejor, el encantamiento de esta ciudad, no está precisamente en sus edificios, sino en la amistosa atmósfera que crean sus vecinos, en el aire de fiesta perpetuo que se respira al anochecer, en su inabarcable oferta de platos que saben a lo que prometen. Y, claro, en los sorprendentes contrastes que le permitirán asombrarse más ahora que cuando Marrakech era sólo otra ciudad imperial perdida en una época que, de tan mágica, parece que nunca existió.

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