Los siete colores de Bacalar

Restaurante Los Aluxes
Laguna de los siete colores
Laguna de los siete colores

Dicen que, al atardecer, si uno atraviesa el estrecho por el que navegaban los piratas, puede identificar siete tonos de azul en el agua. La Laguna de los siete colores es uno de los tesoros mejor guardados de los yucatecos, alejado (de momento) del turista en calcetines y sandalias -combinación extraña donde las haya-, embadurnado en insecticida y protector solar, que invade el Caribe.

Sin duda, el estereotipo de las largas extensiones de arena dorada y mar turquesa, sinónimo de un día en un spa natural bajo la sombra de alguna palmera, está bien fundamentado. Pero resulta que hay más que descubrir si dejamos atrás las playas nudistas y los cocos con sombrilla, más allá de Playa del Carmen y las ruinas de Tulum y que sólo alcanza a quienes vienen inyectos del espíritu de una especie en auge: el mochilero. Ármese el viajero de botas y saco de dormir para aventurarse por los mágicos rincones del Caribe, que son mucho más interesantes que los también impresionantes hoteles y que esconden la esencia de una cultura rica en todos sus aspectos.

Fortaleza San Felipe
Fortaleza San Felipe

A unas cuatro horas del aeropuerto de Cancún se encuentra el paradisíaco poblado de Bacalar, entre casas de pescadores blancas y grises. Aquí emerge una inmensa laguna que parece extenderse como el Imperio del Sol y que, aseguran, tiene siete colores, siete tonos diferentes de azul.

Fundada por los mayas hacia el año 415 d.C. con el nombre de Sian Ka’an Bakhalal, en la época prehispánica era una región que funcionaba como punto de transferencia de mercancías como el cacao y la sal entre Honduras y Yucatán. Esto provocó que, durante siglos, los piratas atravesaran el canal que une el río Hondo con la Laguna. En años posteriores, también se comenzó a comerciar con el palo de tinte, codiciado por los ingleses para teñir textiles, lo que aumentó el asedio de los paisanos latinos de Barbanegra.

A orillas de la Laguna atracan diversas viviendas (no siempre en buen estado) y emergen porches con canoas y hamacas de hilo que se mecen en la quietud del agua. Algunas, como la Casa China, de estilo evidentemente oriental, ponen sus habitaciones a disposición de los viajeros: cualquier rincón -dentro o fuera- es un buen lugar para instalarse y disfrutar, también, de un desayuno a base de frutas y cereales cortesía de los propietarios. Pero nada mejor para comer que el popular restaurante del hotel Los Aluxes, rico en variedades mexicanas y algún que otro cóctel que se puede degustar tumbado en una hamaca o bien subido a un columpio mientras se remojan los pies.

Restaurante Los Aluxes
Restaurante Los Aluxes

Junto a la Laguna encontramos la Fortaleza de San Felipe, desde donde se obtiene una de las mejores vistas del lugar, y alberga un museo que forma parte del Patrimonio Histórico Nacional. Construido a base de piedras volcánicas, marinas y calizas, encierra 261 años de historia de los mayas, los españoles y los piratas, y aún posee 11 cañones de los 34 originales que albergaba la estructura.

Bacalar es, además, la puerta de entrada a zonas arqueológicas mayas, cubiertas por una selva casi virgen, y a cavernas subacuáticas como el Cenote Azul. Como un gran ojo de un marino intenso se abre esta gran piscina, rodeada por manglares que se cuelan en medio de las rocas. Es común encontrar en la Riviera Maya estos místicos hoyos que son, en realidad, afloramientos de agua de ríos subterráneos, considerados por los antiguos mayas lugares de paso del mundo de los vivos al de los muertos.

En este pueblo tan pintoresco es frecuente la actividad artesanal, por lo que encontramos tallas de madera, bellos tejidos, bordados y cestería. Además, es un lugar ideal para nadar, bucear o navegar en lancha: uno puede quedarse horas florando en esa agua cristalina, que bien podría beberse (pero no), o sumergirse para ver cómo se divide un rayo de sol. No es de extrañar que el solista indie Siddartha, del grupo mexicano Zoé, le haya dedicado una canción al lugar:

[vsw id=»Rux-Q_nPrp0″ source=»youtube» width=»760″ height=»465″ autoplay=»no»]

Es al momento del atardecer donde, efectivamente, se pueden distinguir los siete colores que dan nombre a la laguna. Uno, dos, tres… Los cinco primeros son fáciles de contar, el sexto se resiste un buen rato y, justo antes de darse por vencido, cuando ya se ha ocultado el sol tras el horizonte, encontramos el último. Efectivamente, hay siete.

Ingrid Ortiz Viera

Soy una completa ignorante o tal vez una aprendiz incansable. Cuanto más viajo, más me doy cuenta de lo que me queda por ver; cuanto más leo, más autores quiero descubrir; cuanto más vivo, soy más consciente de lo que me queda por saber...

Deja una respuesta

Your email address will not be published.