LOS CANALES DE LA LUJURIA

Apenas habían pasado unos minutos desde el despegue. Con dos horas de vuelo por delante cerré los ojos. El país que dejaba atrás me hizo un último regalo; un sueño en el que aparecían pintorescas casas de coloridas fachadas y calles estrechas llenas de vida en las que se respiraba el olor a cannabis mezclado con el claxon de las bicicletas como banda sonora. Pero sobre todo, de regreso a Madrid, soñé con el embrujo de los canales de Ámsterdam.

Algunos la llaman la Venecia del norte, otros la Sodoma de Europa. Son sobrenombres que hacen alusión a las dos peculiaridades por las que se conoce la capital holandesa: la belleza de sus canales y la lujuria de su barrio rojo.

En el centro de Ámsterdam hay un reloj de sol que sólo funciona en contadas ocasiones. Aún siendo verano hace frío, pero para compensar las bajas temperaturas en esta época del año la ciudad nos obsequia con casi 17 horas de sol.

Amanece a las cinco y media de la mañana y el sol ya se filtra por los ventanales de las iglesias, católicas y protestantes, que conviven muy de cerca con aceptadas y reguladas realidades como la prostitución o las drogas. Cuenta la leyenda que la iglesia del emblemático barrio rojo fue construida con el dinero que los marineros pagaban por redimir sus pecados antes de salir de nuevo a la mar.

A las nueve de la mañana Ámsterdam ya ha despertado y la estación central recibe a los turistas más madrugadores. Frente a la misma, el escudo de la ciudad con las tres equis les da la bienvenida. Numerosas interpretaciones se barajan para estas marcas: los más futboleros se quedan con la de que cada equis significa una final del mundial perdida; los agoreros con que éstas aluden a los tres males que aquejaban antiguamente a la ciudad: el agua, el fuego y la peste; y los autóctonos con que éstas representan un código portuario, puesto que los holandeses fueron de los primeros en lanzarse a la aventura de la navegación y los descubrimientos.

 

Conforme se acerca el mediodía la plaza Dam comienza a llenarse de visitantes que, entre foto y foto, toman el primer tentempié de la jornada. Los cartuchos de patatas fritas que venden en numerosos puestos, la amplia variedad de pan de molde (acompañado claro está de un buen queso holandés) o las galletas de caramelo (más conocidas como Stroopwafels) son las opciones más elegidas. Mientras tanto, los guías turísticos explican la importancia de esta plaza, que fue el lugar desde el que se levantó la ciudad cuando un barco procedente del puerto encalló allí.

El bullicio continúa hasta el atardecer cuando, horas antes de ponerse el sol, se traslada al barrio rojo en busca de placeres. Cristaleras que dan a la calle muestran las seductoras imágenes de una prostitución legalizada, controlada y carente de violencia o explotación. No pasa lo mismo con las drogas blandas como la marihuana que, aún estando descriminalizadas, siguen siendo ilegales; por eso los fumaderos ostentan el nombre de «coffee shops” y las chucherías varias que contienen estas sustancias no pueden superar el 0,4%.

Pasadas las diez de la noche el sol comienza a ponerse en Ámsterdam y la magia de los canales inunda las calles en las que el agua se confunde con las aceras. Esa fue la imagen con la que desperté de mi sueño: la que se ve desde cualquiera de los puentes de la ciudad cuando el sol, sobre el agua, se despide de esa Venecia del norte, de esa Sodoma de Europa; la imagen del sol diciendo adiós a Ámsterdam. Yo, asomada a la ventanilla del avión, quise despedirme con un hasta pronto.

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