La naturaleza endeble

Los impares siempre han desafiado al equilibro. Rozan el inconveniente, no cumplen el canon de belleza. Qué decir del número tres. El refranero popular no le hace justicia, al contrario, tambalea su fama. Quizás por este motivo y en un homenaje a sus orígenes literarios, Almudena Grandes sustenta Castillos de cartón sobre los vértices de un vigoroso y trágico triángulo amoroso, envuelto en la bohemia del mundo del arte. Como aquella Lulú de su primera novela y la Malena del tango, Jose,  su protagonista, se aventurará a descubrir la plenitud y el vacío en el reverso de las sábanas, pero esta vez, con dos compañeros de viaje que como ella, no temerán saltarse los convencionales axiomas de los pares, en plena y exaltada década de los ochenta.

De la época de La Movida emerge una gran melancolía en la novela, incluso la canción que sirve de trampolín al título, pero de su aliento sólo se percibe el tacto momentáneo de un beso. Poco conocerá el lector más allá de la Facultad de Bellas Artes  donde el destino cruza los pasos de los personajes y la habitación en la que sellarán su peculiar ménage à troi con una alianza abocada, a partes iguales, al éxtasis y al fracaso.

Si la primera parte de la narración genera una lectura adictiva, a partir del ecuador se vuelve reiterativa y excesivamente previsible y no se debe al final anunciado ni al frágil juego temporal entre el presente y el pasado. El error radica en cerrar en exceso el visor sobre el microclima de pasiones, celos y diatribas, ignorando el desarrollo de cada personaje dentro de su propio espacio. El comportamiento de los tres protagonistas no termina de casar con la evolución que se ha proyectado. Sus reacciones rayan una cierta incoherencia, lo que desvela  las flaquezas de la novela: la falta de cimentación de las transiciones de tipo emocional y una narración de una sola historia sin tramas secundarias. Demasiado pobre en comparación con El corazón helado o Inés y la alegría, donde resalta una compleja construcción, rica en matices.

Aunque la mirada autorial se centre en la vertiente más íntima de los conflictos personales, la narración se queda corta en la descripción de los personajes masculinos, especialmente de Marcos, el más frágil del triángulo, de quien desconocemos motivaciones esenciales. La disertación final en la que confiesa y arrodilla su alma ante Jose y Jaime, las otras dos paredes del cartabón, para evitar la detonación final de su vida juntos, resulta algo forzada y erosiona su misterio poético. Grandes pierde una oportunidad con este personaje al no darle más intervención. Encarna el valor al alza de la novela.

A pesar de que no se trata de uno de los mejores libros de la autora, Castillos de cartón cumple sobradamente las expectativas de un lector ávido de penetrar en el alma de las contradicciones humanas, tarea en la que Almudena Grandes es experta. Los excesos de juventud, la confusión entre el amor y el sexo, los ideales y la verdad a medias se reflejan sin velos ni eufemismos. El que en esta ocasión haga uso de una prosa ágil y directa ofrece fluidez a la historia, a la que barniza de un lirismo cercano, identificable, que no hueco (“…había sido demasiado amor, tanto como el que yo podía dar, más del que me convenía. Fue demasiado amor. Y luego, nada”).

La propia extensión del texto determina la pequeña injusticia que se comete al juzgarlo como novela cuando se aproxima más al relato. Todo lo que pierde como libro, lo hubiera ganado con sus ingredientes en una recopilación de narraciones cortas como la que Grandes publicó un año después, Estaciones de paso. “El tres se vengó de nosotros con su indivisible crueldad de número impar” asevera la protagonista antes de sumergirse en la memoria relegada de sus veinte años. Será la intratabilidad de los nones, su indigna mala prensa, su naturaleza endeble. A la novela también le termina pesando.

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