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La muerte de un mito erótico y maligno en el Teatro Bellas Artes

Obra teatral Lulú

Los cuentos nacen con pretensiones. Narraciones sencillas que exhalan antes de morir su aliento moralizante. La verdad que encierran es inequívoca y perfecta, o por lo menos eso pretenden. Lulú, de Paco Bezerra y Luis Luque, recupera el personaje que ya utilizó el dramaturgo alemán, Frank Wedekind (1864-1918), pero esta vez en una fábula atemporal, con la ambición de arrojar la certeza y los vicios del mundo. Una obra que se representará en el Teatro Bellas Artes hasta el 25 de marzo. Un viudo llamado Amancio se encuentra en un campo de manzanos con una mujer medio desnuda, que solo recuerda su nombre. En medio de tal desconcierto, la invita a refugiarse en su hogar, donde habita junto a sus dos hijos varones. La convivencia con la desconocida se convertirá en el germen de los acontecimientos malditos. Desastres que incriminan a la seducción femenina, y que acaban por aniquilar las posesiones más preciadas de los tres hombres.

Obra teatral Lulú

María Adánez, en el papel de Lulú, consigue ser sugerente hasta la extenuación. Su voz es aterciopelada, su mirada penetrante y sus gestos demuestran gran pericia para la calma. Protagoniza en sus carnes el mito de mujer sensual y maligna, ridiculizando entre líneas, la imposible existencia de una mujer semejante. Ese exceso es intencional y logra extrapolar al público esos matices.

Amancio, interpretado por Armando del Río, y sus dos hijos, Calisto y Abelardo, por César Mateo y David Castillo respectivamente, exhiben a grandes rasgos la torpeza de la virilidad masculina, sin sobresalir ninguno de los tres a nivel interpretativo. La gran sorpresa llega con Chema León, el actor logra meterse en la piel de Julián, un hombre místico, cuya vinculación con la religión no se aclara en ningún momento. Pero su fe se hace manifiesta a través de los símbolos que descansan en su pecho. Es rudo y, al mismo, cautivador. Una especie de profeta que enciende en los tres hombres la semilla de la duda y de la sospecha. No solo consigue ser Julián, sino todas las religiones al unísono. Una crítica demoledora que llega al espectador y lo arrincona sin pretextos. Esa parece que es la intención de la obra, explicar la raíz del conflicto, señalar a un culpable.

 

María Adánez en Lulú

Así, progresivamente tienden sobre el escenario el arquetipo de feme fatale al mismo tiempo que dejan al público explorar a través de él su origen y desventuras. Quizás la explicación de la procedencia de la sociedad patriarcal y misógina, en algunos momentos, supere la propia construcción del relato, a veces demasiado impostado. Incluso la iluminación de luces y sombras, junto con el atrezzo sencillo, tal vez participe en la decisión de no eclipsar con adornos innecesarios la denuncia que esconde la obra. El telón de fondo pintado con árboles no solo es austero, sino que además ayuda a crear esa idea de cuento y a infundir un estilo clásico a la escenografía. No obstante, sí abusan de la niebla que permanece en el escenario durante toda la obra, su propósito es mantener una atmósfera de trance onírico, aunque al inicio ese humo misterioso propagó la tos por las butacas de la primera fila. La música creada por Mariano Marín no solo tenía el propósito de tapar el carraspeo de la sala, sino también sujetar los momentos de intriga y expectación.

Todos los elementos de la pieza están por debajo del mensaje que se quería trasmitir. La gran pregunta que nos genera es el punto fuerte de la obra y la razón de su representación. En el primer relato, Lulú se convierte en un ente demoniaco que causa la perdición de los hombres. Es lucifer y la mujer que abandonó el paraíso, Lilith. Existen lagunas en la historia que sin duda favorecen la creencia de que se trata de una invención, de una mentira creada a destiempo. El segundo relato es breve y sin adornos. Lucía y no Lulú, se dirige directamente al público y cuenta de forma ordenada la sucesión de acontecimientos. La cruda realidad, un cuento de terror que no tiene un desenlace feliz.

El final es tan esclarecedor de los hechos, es tan claro, que ahorra al público el esfuerzo de descubrir por sí mismo qué narración es la correcta y verdadera. Mutilando sin muchas sutilezas el orgasmo que produce una reflexión propia. Pero lo que esta obra no desperdicia, es la oportunidad de crear en el espectador la siguiente pregunta: ¿La historia que nos han contado del mundo es la verdadera? Y entonces Lucía nos insta a escuchar de nuevo el cuento, pero esta vez desde la otra orilla.

 

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