Drácula: mordiscos fallidos

Los vampiros son, valga la redundancia, un mito inmortal. Estos depredadores de la noche han poblado siempre el imaginario colectivo del hombre. Desde el folclore de las sociedades más ancestrales hasta la actualidad, convertidos en franquicia gracias al éxito de la saga Crepúsculo (Twilight) y de series de televisión como True Blood.  Justo en este momento de efervescencia de la ficción vampírica entre los más jóvenes, los directores teatrales Jorge de Juan y Eduardo Bazo han querido, según sus palabras: “ir al origen, al principio de la historia del `no muerto´”. Para ello, han recorrido océanos de tiempo con el objetivo de despertar de su letargo al vampiro por excelencia, al auténtico Príncipe de las Tinieblas, al Drácula de Bram Stoker (1897).

Los dos directores, escogieron la versión escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston – llevada al teatro por primera vez en 1924 y en la que se han basado las tres versiones de la Universal Pictures– para presentar una obra que se enfrenta a un riesgo doble. En primer lugar, querer llevar a los escenarios a un personaje de sobra conocido por el gran público y del que se han elaborado innumerables y variadas versiones, tanto teatrales como cinematográficas. En segundo lugar, pretender provocar en los espectadores uno de los sentimientos

más complicados de conseguir en teatro, el miedo.

En lo que al primer punto se refiere, la verdad, es que no lo tenían nada fácil. Sobre las tablas numerosos actores, entre ellos el húngaro Bela Lugosi – que repetiría después el papel  en el cine-, se han puesto en la piel de este seductor chupasangre. ¡Y qué decir del séptimo arte! donde dráculas para todos los gustos nos han hincado el diente desde el otro lado de la pantalla.  Mi favorito, sin duda, Christopher Lee.

El encargado de seducirnos con sus mordiscos en el teatro Marquina, donde se representa la obra, es un actor que le debe más fama a su voz  -mítico doblador de Bruce Willis-, que a su físico. Ramón Langa interpreta a un Drácula, aunque sobreactuado en algunos pasajes, creíble en su justa medida. Eso sí, para disfrutar con su interpretación debemos hacer el ejercicio de desterrar de nuestra memoria todas las versiones anteriormente citadas. A su lado, en el rol del profesor Van Helsing, tenemos a Emilio Gutiérrez Caba. El gran y entrañable actor lleva impregnada en la piel la magia del teatro y siempre está bien sea cual sea el personaje al que se enfrenta.

Por otra parte, la sensación de miedo, con la que Jorge de Juan y Eduardo Bazo ya habían experimentaron anteriormente, y con mayor suerte, en La mujer de negro, no se logra transmitir casi en ningún momento. Artificiales e irritantes chillidos, columnas de humo, ventanas que se golpean solas , murciélagos de gomaespuma que sobrevuelan el escenario… Se echa mano de recursos demasiado efectistas que en esta representación teatral, a diferencia del cine -recordemos el protagonismo de la rojísima sangre en los films de la Hammer-, no logran convencer al espectador por ser demasiado artificiosos.

Cuando se persigue adaptar algo tan conocido, una de dos, o se hace muy bien o se debe aportar algo nuevo. Aquí se cojea en ambos cometidos. Este Conde de Transilvania no ha conseguido hacernos suyos doblegando nuestra voluntad. La vida sigue igual. Los amantes del género continúan con la cabeza puesta en los ecos de la Universal y la Hammer, mientras que los adolescentes siguen soñando con los amores tontorrones y faltos de esencia entre Bella Swan y Edward Cullen. Una pena.

 

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