‘La edad de la ira’: El momento en que la vida grita su comienzo

"La edad de la ira"
"La edad de la ira"

En Los cuatrocientos golpes, la película de François Truffaut que sentaría las bases de la Nueva Ola francesa en los años 60, Antoine Doinel, un chiquillo de apenas catorce años, huye de un entorno familiar hostil con la esperanza de, al final de sus pasos, encontrar el mar. O lo que es lo mismo: atisbar, por vez primera, la línea recta donde cielo y tierra se confunden, tornándose infinitos.

Los personajes protagonistas de La edad de la ira, la adaptación teatral de la novela de Nando López finalista del Premio Nadal 2011, acuden a ver la película de Truffaut en una reposición para la pantalla grande. “El buen cine tiene que doler”, señalará el protagonista, Marcos, tras asistir a la proyección; una catarsis que, en este caso, atiende a lo que la pantalla de cine tiene, para él y sus amigos, de espejo: los miedos, las dudas, las búsquedas de Doinel se antojan, inevitablemente, fiel reflejo de las suyas. Algo similar sucederá con el James Dean de Al Este del Edén, el filme de Elia Kazan: un personaje cuya búsqueda nunca tocará a su fin porque “Al este del Edén no hay nada”, tal como gritará Sandra, la novia y mejor amiga del protagonista, al salir del cine.

La adolescencia tardía es, de esta forma, el punto de quiebre, el paso previo al abismo donde el autor del texto sitúa a sus personajes, un grupo de jóvenes que, rozando la mayoría de edad, afrontan con dificultad el último curso del bachillerato. Una etapa dura y hermosa a partes iguales: los adolescentes que protagonizan La edad de la ira, cada uno con sus luces y sombras particulares, participan al mismo tiempo del miedo a crecer y de la necesidad de poner punto y final a la infancia; una pulsión doble que les empuja y les frena, barruntando el malestar propio de la entrada en la madurez.

La edad de la ira
Fotografía promocional con los intérpretes de «La edad de la ira».

Es aquí donde se articula uno de los principales aciertos de esta representación dirigida por José Luis Arellano García e interpretada por La Joven Compañía, proyecto teatral que ha luchado desde sus comienzos por acercar el teatro a los más jóvenes: la construcción, evidente pero efectiva, de esa (auto)imposición de roles que, de forma tantas veces dañina, los adolescentes requieren para tratar de entender qué posición ocupan en el mundo y cuál es, a fin de cuentas, el sentido de sus vidas. En el centro del tablero: la construcción de la masculinidad tóxica y sus consecuencias fatales –la violencia genera violencia– en una sociedad que, pese a constantes lavados de cara, continúa tantas veces condenando al diferente al ostracismo.

La representación, que juega a entrelazar presente y pasado, espacio real y espacio mental, mostración y reflexión, se sustenta en una puesta en escena virtuosa, donde los códigos teatrales clásicos dialogan con recursos propios del lenguaje audiovisual: no solo las pantallas de los móviles de los personajes aparecerán proyectadas en el escenario, sino también sus recuerdos, en una suerte de afrenta con el pasado que Marcos, ahogado en el sufrimiento, no parece capaz de dejar atrás.

Pero es el movimiento de los cuerpos, la fisicidad que se despliega sobre las tablas, el más poderoso de los ingredientes de La edad de la ira. Erotismo y violencia a partes iguales, sensualidad y autodestrucción en busca de equilibrio, pura electricidad adolescente: las siluetas en movimiento de un jovencísimo elenco, encabezado por Álex Villazán y María Romero, que, dentro y alrededor del cubículo de cristal en torno al que se articula la acción –unas veces cárcel; otras ventana al mundo–, trasladan al espectador esa energía infatigable del púber que, tristemente y en la mayoría de ocasiones, termina en fracaso a causa del miedo y los tabúes.

La fisicidad cobra una gran importancia en La edad de la ira.
La fisicidad cobra una gran importancia en «La edad de la ira».

Esperanza, a pesar de todo, indestructible: “La adolescencia es el momento en que la vida grita su comienzo; es encender el cielo, asaltar el mar y beberse la vida; este ya, este ahora, este único día: el mejor día de toda nuestra vida”, gritará Marcos llegada la clausura del relato. Y, como Antoine Doinel, mirará a cámara. Nos mirará a nosotros, reclamando herramientas para continuar en la lucha. Tratando de atisbar, por vez primera, la línea recta donde cielo y tierra se confunden, tornándose infinitos.

https://www.youtube.com/watch?v=4Zrg1vUUxLc

En este vídeo se recoge la representación completa.

Pelayo Sánchez

Escribidor busca perder el miedo a la página en blanco.

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