Buenos Aires, entre mitos y realidad

caminito boca

Mi primera toma de contacto fue superando el jet lag después de 12 horas de vuelo partiendo de Barajas de madrugada. Pensé que sería un error tomar más de media caja de pastillas de valeriana para superar el salto al otro lado del charco, pero despertarme para ver, a varios miles de pies de altura sin una nube por debajo de mí, las cataratas de Iguazú sin un mísero dolor de cabeza me dio la razón. No recuerdo cómo se llamaba el copiloto de aquel vuelo de Iberia, pero quiero darle las gracias desde aquí por regalarme esa visión.

 

Salí por las puertas de Ezeiza, aeropuerto internacional de Buenos Aires que más bien parece una estación de autobuses grandiosa y es en ese momento, cuando observas que los patrios se pasean por allí como quien va a tomar (nunca “coger” en el país de Borges) un bus interurbano, en el que caes en las grandiosas distancias del país. En un chispazo de lucidez, antes de salir de Madrid me vino la inspiración, guardé en el bolsillo unos pocos euros cambiados en pesos por si la necesidad precisaba llamar a mi contacto argentino. Chica precavida vale por dos y allí no había nadie a buscarme.

Sería el cambio horario o el sol austral que calentaba mis pies que habían salido de España con varios grados bajo cero, pero no me puse nerviosa por encontrarme en un país extraño sin nadie, y eso que yo soy de las que entra en pánico rápido. Un café, un cigarro y a sentarme a esperar. Apenas aplasté la colilla contra el suelo unos ojos sonrientes que me conocían desde pequeña me saludaron. Dos besos. Hay que ver con la gallega, ¡cómo va! Nota mental: al parecer si das dos besos al saludar en vez de uno significa que quieres “algo más” con esa persona.

El cochecito volaba por la autopista con en viento caliente entrando por la ventanilla hasta que empezamos a callejear por las calles porteñas. Y llegué a mi piso de Pueyrredón con Peña, cerca del mítico cementerio de Recoleta. Una ducha, otro café. Guarda los jerséis que fuera hay lo menos 20 grados aunque ya haya caído el sol y ¡a la calle!

Paseando me topé con la histórica Plaza de Mayo. Carteles reivindicativos, pancartas, algunas madres que siguen preparadas para la lucha y para que su historia no caiga en el olvido y la Casa Rosada me observaban. Miraban como mi cabeza giraba entre la historia, la ilusión y el cansancio.

No pares. Sigue caminando. Por fin me siento. Una Quilmes bien fría en una terraza de Palermo. Quizás no sea la mejor cerveza del país pero somos hijos de la publicidad y me parecía justo tomarme una. Después del primer trago mi cabeza da otra vuelta más. No sé qué cara debo gastar pero mis acompañantes se sonríen al verme.

La siguiente parada de la noche es en una especie de chiringuito de la zona conocida como El Tigre, seguramente ellos no lo llamen así pero mis primeras 36 horas en Argentina están entre neblinas de mirada y memoria. Una serie de mesas y sillas de publicidad en el jardín de una casa de madera con cierto aire indiano a orillas del Río de la Plata. Mis nociones de geografía me dicen que al otro lado está Uruguay, Montevideo, y yo me creo que veo una lucecitas titilando al fondo. Seguramente sean barcos que cruzan un río tan grande como un mar pero yo me imagino que estoy atisbando las ventanas de otro país. La hierba con una húmeda calidez me invita a sentarme. Acabo recostada esperando a que me llamen para cenar mirandotango al cielo oscuro. Nunca había caído en que las constelaciones en el hemisferio sur son distintas que en el norte y pasé varios minutos como una tonta buscando la osa mayor. El punto y final del día fue perfecto para una carnívora como yo. Asadito, lomo alto, chinchulines y otra Quilmes más. Con el estómago lleno y la cabeza definitivamente adormecida por el bajón de efecto de aquellas valerianas madrileñas y la cerveza me dejan en casa y me dejan meterme en la cama. Ya me avisan de que mañana será un día intenso. Otra vez.

El sonido del timbre me despierta pero entre legañas no sé abrir rápido la puerta, lo que provoca nuevas risas en mi amigo argentino. Me trae café, zumos, dulces y unas cuantas cosas más para tener algo de comer en la cocina, así que mientras la cafetera se pone en acción y él se sienta a ver la final de la Intercontinental entre Boca Juniors y el A.C. Milan, yo destapo un yogurt de frutilla. Los nombres de las frutas también cambian de un lado a otro del Atlántico y para mí eso es fresa aunque esté mucho más dulce. En Argentina todo es más dulce que en cualquier otro lado, incluso el mate amargo, al que viven enganchados cubierto por azúcar. El dolor de cabeza va pasando, parece que el jet lag me abandona y empiezo a sentirme mejor. Boca acabó perdiendo y mi día en plenas capacidades acababa de empezar. Por fin soy consciente de dónde estoy. Estoy dispuesta a perderme.

Después de comprobar que el mito del desfase horario es real, consigo ir recodando las calles abarrotadas de cambalaches de San Telmo, de los distintos Palermos. Corrientes 348, segundo piso ascensor no existe, pero eso no le resta un ápice de magia cuando has bailado tango en la mítica milonga del Niño Bien. Algo de poso se queda en la memoria, como las hojas de mate, de unos ojos que descubren una ciudad que sorprende a cada esquina con notas de bandoneón.

 

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