Avilés, ciudad escondida tras el humo de sus fábricas

En el casco histórico de Avilés, a cien metros del Ayuntamiento, bajo los arcos de medio punto que bordean una parte del centro de la ciudad asturiana, el escaparate del restaurante Tierra Astur conseguía ralentizar el paso de los visitantes. Detrás de la cristalera, llamaban la atención unas mesas colocadas dentro de colosales barriles de madera. La iluminación del interior creaba un ambiente íntimo, armonioso, y las más de cien botellas verdes pegadas al techo de la entrada servían al establecimiento de original carta de presentación. En Avilés hay algo en lo que es imposible fallar: la gastronomía.

Interior del restaurante Tierra Astur
Interior del restaurante Tierra Astur

El camarero miraba impasible a los clientes que se sentaban. El ambiente era húmedo y olía desagradablemente bien a corcho rancio. Se acercaba a las mesas arrastrando los pies y ensuciándose –aún más– las suelas de los zapatos con el serrín esparcido por el suelo. Apuntaba el pedido sin mirar a los ojos y volvía siguiendo sus propias huellas. Gente de todas las edades prefería beber de pie. A lo largo de la barra se extendían pinchos de varios tipos: quesos, churrasco de ternera, tortilla y pan, cortados a trocitos para que se sirvieran los mismos clientes. Y las botellas de sidra volaban, arriba y abajo, una tras otra.

Según los datos del Anuario Económico de España de La Caixa, Asturias disponía en 2009 de un bar o restaurante por cada 347 habitantes, mientras que la media nacional estaba en un establecimiento por cada 461 personas. Así, Asturias encabezaba la lista de comunidades autónomas con más bares per cápita del país. Sin embargo, en el caso de Avilés, a raíz del comienzo de la crisis, el número de bares y restaurantes cayó un 7%, reduciendo a 377 su número de establecimientos. Aun así, un visitante queda asombrado con la surrealista cantidad de bares que hay en una ciudad casi desierta.

En el Tierra Astur, una joven cogió su vaso con una mano, se levantó, colocó los pies en paralelo y estiró el brazo hacia arriba fijándose en la botella de Trabanco que sujetaba su otra mano. “Vamos, cariño, lo harás bien, estira más el codo”, la animaba su compañero. Ella reía mientras probaba distintas posiciones para encontrar la más cómoda. Sin pensarlo demasiado, dejó caer en diagonal el contenido de la botella que, previsiblemente, fue a parar fuera del vaso, salpicando las piernas y las botas de la chica.

–Perdonad, ¿queréis que os la escancie yo?– preguntaba el encargado acercándose a la mesa.
–No te preocupes, déjala probar que quiere aprender– excusaba el joven refiriéndose a su acompañante.
–Bueno, mira, mejor lo hago yo– dijo el encargado arrebatando, de forma autoritaria, la botella de sidra de la mano de la chica con los pies mojados.

El encargado tenía las manos ásperas y los bajos del pantalón encharcados de sidra. El ritmo en el restaurante Tierra Astur era dinámico y, cada cinco minutos, un gentil camarero se ofrecía a servir un culín de sidra. Así, después de un par de botellas, a uno no le quedaba otra más que sonreír y asentir con la cabeza para seguir bebiendo de un trago esos culines de manzana tan característicos de Asturias.

Casco antiguo de Avilés
Paseo por el casco antiguo de Avilés

Fuera, las gaviotas sobrevolaban incesantemente el claro cielo de la ciudad. Era invierno, pero el sol anticipaba ese día la primavera. “Aarh, aarhg”, graznaban las gaviotas acercando el olor a mar. Aunque ese efímero aroma a costa que traían las aves desaparecía con el humo que expulsaban las industrias que bordean un tramo de la ría de Avilés. A su lado, el centro Niemeyer, un proyecto internacional que integra distintas manifestaciones artísticas, pasó a formar parte del skyline de la ciudad en 2011, convirtiéndose en el referente cultural de Avilés, de gran atractivo para los turistas. Sin embargo, a pesar de que su presencia disimula la existencia de las fábricas, sigue siendo imposible no fijarse en esas vertiginosas chimeneas y las nubes tóxicas que emanan contaminando el cielo.

Los edificios del casco antiguo de Avilés, en su mayoría peatonal, otorgaban un aire medieval a la ciudad. Combinan los tonos ocres de la pintura en las fachadas con los acogedores arcos bajo los cuales se puede pasear. El pavimento está compuesto por vistosas piedras marrones y blancas y uno tiene que fijarse bien en la colocación de su pie a cada paso. En la Plaza de Carbayedo, cinco niños jugaban debajo del Hórreo, construcción que antiguamente servía para conservar los alimentos en alto alejados de la humedad y los animales. Sus padres, sentados en el restaurante Casa Tatayuyo, el predilecto de Woody Allen, vigilaban que los pequeños no se fueran a la carretera. Y, escondido entre los bajos edificios, está el Parque de Ferrera, que constituye el pulmón de la ciudad, el espacio verde más grande. El jardín de estilo inglés perteneció al Marquesado de Ferrera desde el siglo XV, hasta que a mitades del siglo XX sus propietarios decidieron abrirlo y convertirlo en un parque de uso público.

Los Multicines Marta cerraron en 2013 y el espacio sigue aún hoy desocupado
Los Multicines Marta cerraron en 2013 y el espacio sigue aún hoy desocupado

En el Ayuntamiento, dos gaiteros vestidos con el traje típico de la región tocaban y atraían la atención de las cámaras y de un par de niños que bailaban enfrente de los músicos. La plaza revelaba la condición de ciudad: un Lizarran, un 100 Montaditos, un Oysho, un Intimissimi. La presencia de estas tiendas homogeneiza todos los centros de las ciudades. Hoy se ha convertido en un esquema que se repite de forma usual. Al lado del Ayuntamiento, paradójicamente, entre las franquicias, se encuentran en Avilés los Multicines Marta, una de las salas de proyecciones más antigua de la ciudad que tuvo que bajar la persiana en septiembre de 2013. Su cristalera polvorienta y la desfasada cartelera en el interior rompen el presente y cuestionan el paso del tiempo. En el centro de esta ciudad, que parece un pueblo, no hay cines. Los nombres de las calles, como en otras ciudades, están vinculados con el oficio o ejercicio que se desempeñaba en éstas mismas: calle de la fruta, calle telares, calle las artes. Y en la calle Cámara, niños de siete u ocho años entorpecían el tráfico de vehículos con sus bicicletas estacionadas en la carretera. Con un balón en la mano, discutían entre ellos, sin importarles las bocinas que exigían orden. Una paloma paseaba sobre sus dos patas acompañando a un anciano que andaba a paso de domingo.

Las calles se llenaban a cuentagotas. Las fábricas, que no descansan nunca, seguían expulsando nubes espesas: se camuflaban en el cielo con las nubes reales, enturbiando el casco histórico de la ciudad asturiana. En la puerta de la Parroquia de Santo Tomás de Canterbury dos niños y una niña jugaban al pajarito inglés. “Un, dos, tres, pajarito inglés”, cantaba la niña de cara a la pared mientras los compañeros se movían haciendo gestos exagerados. Las gaviotas graznaban de nuevo con fuerza y revoloteaban el cielo, despertando a los menos madrugadores. Y dos palomas custodiaban la peatonal calle Rivero sin alzar el vuelo picoteando las migas del suelo.

 

Paula Baldrich Izquierdo

Quise ser Harry Haller. Luego, Arturo Bandini. Quise ser escritora maldita pero, con el pelo corto y las gafapasta, me confundieron con hipster y ya no hubo manera. Así que, aprovechando la oportunidad, me infiltro entre las masas para descubrir nuevas tendencias culturales y contarlas al mundo. Partidaria del periodismo de largo aliento y los viajes improvisados. Respecto a mi personaje... ya veremos más adelante qué pasa.

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