Aquel abril, Valle-Inclán se fue a la guerra

El 5 de enero de 1936, tras una larga enfermedad, Ramón María del Valle-Inclán, el pintoresco escritor que entendía la vida como un carnaval (en el sentido más noble de la palabra), fallecía a los 70 años. De entre todos los episodios de su vida, y de entre todos sus escritos; se encuentra un periodo, mucho más desconocido que conocido, que le llevó a vivir una experiencia, por seguro, inolvidable.

El 27 de abril de 1916, la por entonces literaria ciudad de Madrid vio partir, desde la estación, al más intrigante y estrambótico de sus hijos adoptivos. Con sus redondas gafas, la manga izquierda de la chaqueta plegada y una barba aún no tan larga y blanca como la que pasaría a la posteridad, Valle-Inclán, acompañado de Corpus Barga y Pedro Salinas, inició su viaje a Francia. El tren tenía como destino la ciudad. Él, las trincheras.

Fotografía de Valle-Inclán tomada en París en 1916
Fotografía de Valle-Inclán tomada en París en 1916.

Quién no conoce al Valle-Inclán de la bohemia, al estrafalario paseante de Recoletos. Quién no ha oído alguna vez la historia de cómo perdió su brazo izquierdo (afortunadamente, nació diestro). El segundo manco más famoso de las letras españolas. El autor de Luces de Bohemia, de El ruedo ibérico, de las Sonatas y las Comedias bárbaras. El gallego hecho gato, el dandi de los botines blancos de piqué. Pero… ¿Quién sabe que Valle-Inclán fue periodista? ¿O que estuvo en el frente durante la Primera Guerra Mundial? ¿Por qué? Porque, frente a las grandes novelas, las obras de teatro; ¡frente a la poesía!, ¿qué es un artículo de periódico? Una columnita, una crónica, una siempre odiada crítica. No es nada. No es literatura, no es estética ni es arte. Sin embargo, muchos fueron los contemporáneos a Valle, famosos hoy como él por textos de otra índole, quienes escribieron para los periódicos de la época. La lista, de hecho, equivaldría casi a la nómina completa de los escritores de las llamadas Generación del 98 y del 14. Entre otros, El Liberal contó con las palabras de Maeztu o Blasco Ibáñez; ABC, con las de Azorín, Camba o Insúa y El Imparcial, con los textos de Unamuno, Benavente y Valle-Inclán. Algunos de estos apellidos, además, también partieron hacia fronteras en guerra, como fueron los casos de Blasco Ibáñez o Azorín.

Yo, torpe y vano de mí, quise ser centro y tener de la guerra una visión astral, fuera de geometría y cronología, como si el alma, desencarnada ya, mirase a la tierra desde su estrella […]. Volveré a Francia y al frente de batalla para acendrar mi emoción, y quién sabe si aún podré realizar aquel orgulloso propósito de escribir las visiones y emociones de un día de guerra (R. del Valle-Inclán).

Soldados franceses en Verdún, 1916
Soldados franceses en Verdún, 1916.

La confrontación periodismo-literatura, que resiste todavía y siempre al invasor, fue uno de los principales temas de debate en España durante las primeras décadas del siglo XX. Los partidarios del periodismo puro veían con recelo la «intromisión» de la literatura en sus serias noticias, mientras que otros pensaban en una acertada combinación entre ambos puntos de vista: en el caso de una crónica, más aún si es de guerra, un texto enteramente objetivo que solamente aportase datos estadísticos nos parecería frío, distante, vacío; alejado de aquello que le dio a luz, esto es, la experiencia directa y personal en el hecho que después se narra. Entre 1914 y 1918, tuvo lugar uno de los hechos más importantes de nuestra Historia: la Primera Guerra Mundial. Y, como tal, los periódicos hicieron eco de la misma. Las crónicas protagonizaron las páginas y portadas de periódicos de todo el mundo. Periodistas y literatos fueron enviados desde sus rincones más diversos con la misión de testimoniar fotogramas de aquella cruda película. Ambos compartieron, aunque solo fuera durante unas semanas, el espeso fango que hundía sus botas, el humo y la niebla que empañaban sus ojos, los cigarrillos a medianoche y aquella postura encorvada, similar a la de un chimpancé, que se convirtió durante cuatro años en la única alternativa a morir de un balazo.

Portada de la primera edición impresa de 'La media noche'
Portada de la primera edición impresa de ‘La media noche’, 1917.

Entre ellos, con la mirada siempre alerta, se encontraba Ramón María del Valle-Inclán. Comisionado por la agencia Prensa Latina y El Imparcial, medio donde se publicaron La media noche y En la luz del día, las dos partes de sus crónicas; convivió durante dos meses con la guerra y su esperpento. Resulta curioso cómo Valle-Inclán, quien decía del periodismo que «avillana el estilo», escribiese artículos para distintos periódicos y, posteriormente, aceptase la invitación de visitar el frente y ser corresponsal de guerra. Puede que lo que resuelva dicha anécdota sea que, probablemente, lo que temía Valle no era ese avillanamiento del estilo, sino la autoridad de un jefe, la tiranía de un horario, el ahogo de una fecha de entrega. Temía que el compromiso y el contrato cortasen las alas a la literatura que llevaba dentro. Mas, como dijo Eloy Martínez en 1997: «Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el reportero indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de la redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa».

Dispuesto a encontrar el equilibrio entre periodismo, literatura y una vivencia, sin duda, inolvidable; marchaba cada mañana desde la casa de la familia Chaumié, donde se alojaba, en busca de la forma con la que retratar un día de guerra; idea central de sus textos y parte del título de los mismos. Y, ¿qué hacía un dandi como Valle-Inclán en medio de Verdún? Sobrevolarlo. Sobrevolar los campos arrasados, las ciudades destruidas, la negra noche. Porque sus crónicas se escribieron en tierra, pero fueron concebidas en el aire.

Valle-Inclán pasó una noche y dos días con los aviadores, haciendo la vida de guerra como ellos. ¿Tomó parte en el combate? Lo negaba, hubieran castigado a los aviadores, pero  había volado sobre el campo de batalla (Corpus Barga).

Sin hacer muchos esfuerzos, pues don Ramón lo pone fácil, podemos imaginarle, con el ceño fruncido, caminando entre los aviones y avionetas, escuchando las explicaciones e historias de sus dueños, mientras daba vueltas en silencio a cómo debía enfocar sus artículos. Pero, hasta que no se montó en una de ellas, y no contempló la devastadora escena que se hallaba bajo sus pies, no lo vio: se encontraba no ahí arriba, entre las claras estrellas, la respuesta a su incesante debate estilístico: lo que debía escribir era una visión estelar. Una visión de la guerra desde la lejanía física de un avión, que abarca kilómetros, y la cercanía de quien los ha recorrido a pie. Éste es el motivo por el que, tanto La media noche como En la luz del día, constituyen unas crónicas aparentemente desordenadas e inconexas, pues los capítulos que las conforman corresponden a visiones de diferentes escenarios y personajes. Valle-Inclán salta de una escena en una trinchera a narrar cómo el fuego y las bombas han arrasado una ciudad. Piezas de distinto tamaño y color que, sin embargo, forman un mismo puzzle, el de un momento de guerra visto y vivido desde varios rincones del frente francés. Hace así, sin quererlo, un columnismo muy actual, pues aborda el tema desde cualquier ángulo y de forma muy subjetiva, como sólo la guerra puede contarse.

Valle-Inclán paseando como un flâneur.
Valle-Inclán paseando como un ‘flâneur’.

Con su modernismo y detallismo, Valle-Inclán escribió la guerra y describió su horror y condena, describió la vida bajo una trinchera, los ataques e intentos de defensa, el tembloroso humo que desprendían los cigarrillos, los que huían de una ciudad destruida y los que imploraban ayuda frente a los hospitales. Describió a generales y a niños, a hombres y mujeres, a alemanes y franceses (siendo él, como la mayoría de los literatos que ejercieron de corresponsales, aliadófilo). Y pasados unos meses del viaje, desde octubre de 1916 hasta febrero de 1917, sus crónicas se publicaron en El Imparcial. Pero no se quedaron ahí: al igual que sucedió con los escritos corresponsales de otros escritores como Vicente Blasco Ibáñez, la Visión estelar de Valle-Inclán se editó en formato libro, rescatado del olvido, reeditado y anotado el pasado año 2014 por Evohé.
Aquel abril, Valle-Inclán se fue a la guerra. Abandonó por unas semanas los cafés, las tertulias y, posiblemente, también a su personaje, ese al que, cual doctor Frankenstein, dio vida. En palabras de Francisco Umbral: «Es la ardua tarea de todo dandi. Pasarse la vida asesinando y enterrando al yo […]. Necesitaba hacer un hueco en sí para edificar ese otro yo al que va a dedicar vida y obra». A las crónicas de guerras dedicó parte de esa vida y obra, aportando a nuestro periodismo y nuestra literatura, con su prosa expresionista, una visión diferente; fugaz e íntima, de la guerra. Una visión estelar.

Andrea Reyes de Prado

«Lo que permanece lo fundan los poetas» (F. Hölderlin).
Humanista, curiosa, bibliófila, dibujante y extemporánea.

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